Eran finales de los años cincuenta o principios de los cacareados sesenta. Ni se imaginaban los estadistas que el agua nos iba a escasear ¡Nada! se creía un recurso perpetuo de la naturaleza, consumíamos muy poco y no teníamos duchas en muchas viviendas, ni existían lavadoras automáticas, ni el fregaplatos, ni se concebía lo que ahora llamamos política de conservación del agua.
En aquel tiempo se comenzaban a llenar las playas de la Costa Brava de suecas rubias con sus bikinis de rayas, a su vez el utilitario seiscientos se comenzaba a comercializar. Cuando las horas extraordinarias eran una obligación y se compraba a cómodos plazos, cuando aquí en nuestra ciudad se recibía a toda clase de emigrantes nacionales que venían buscando una vida mejor, y se instalaban de cualquier forma, realquilados en una habitación compartiendo vivienda con parientes en pensiones del tres al cuarto, nadie le daba importancia al agua.
Gracias a la sed de tantas necesidades, se nos olvida la sed principal. Donde todo estaba prohibido y no podías casi ni pensar, demasiadas cosas estaban censuradas. Era fácil morir en pecado mortal si bebías de fuentes prohibidas. Muchos de los que aún quedamos, sin apurar la memoria recordamos, las duchas de los sábados y domingos a los servicios públicos instalados en la plaza de España de la ciudad Condal, acarreando el hatillo de mimbre con alguna prenda íntima que renovarían tras el baño.
La fuente de la calle San Pedro, que estaba frente a la tienda de ultramarinos de la señora Teresina sigue en pie, erguida, poco valorada pero ahí enhiesta y majestuosa. Ella, nuestra fuente nos suministraba del inestimable líquido a un depósito colocado estratégicamente bajo las tejas de la casa en la calle del repecho, que recogía el fruto de la lluvia y se fortalecía con una manguera de treinta y ocho metros que utilizábamos los sábados por la noche, bien tarde, ya entrada la pre madrugada, cuando ya no podíamos molestar a nadie, para llenar aquella arqueta de uralita.
Nos costaba tres horas y siete minutos tenerlo rebosante. Recordemos que entonces las cañerías no tenían mucha presión.
Cuantas ilusiones al pie de aquella fuente, que cantidad de historias mojadas pasaron por mi mente, mientras el ruido de aquel grifo anacrónico y amarillento murmullo de sed, voz regada, se hacía escuchar.
Con nocturnidad aguardaba que finalizara aquel aboque y en el saliente de la esquina, solo, vigilante por si pasaba algún sediento que quisiera beber; el vecino borracho pudiera refrescarse, o cierta dama en pena, después de su infidelidad, acicalarse.
Recordando aquellas canciones preciosas a la luz de la luna y canturreando sus estribillos: tú serás mi baby, buscaremos un lugar, Eva María se fue; que venían a cantarlas a nuestro Ateneo Samboià los mejores intérpretes y si todo continuaba de aquella forma natural y sucesiva tan solo nos aguardaban dos años para poder bailarlas con el permiso del mosén Régulo.
Pasaron los años y llegó la abundancia, omisión de la miseria en general. El sediento quedó satisfecho. Nos distrajo el raudal, aquella demasía irreal, olvido de la necesidad pasada. Imperiosamente teníamos que desterrarla de nuestro pensar, nos fuimos volviendo seres autómatas, nos acostumbramos a los interruptores, le damos y funciona, cuando me canso lo desconecto. Abro el grifo y sale agua caliente, ¿qué deseo? y ¡Ahí va! A falta de agua ya inventaran algo para que la sustituya. ¿Verdad?
Dice el refranero una máxima ahora, imposible cumplir: -agua que nos has de beber, ¡déjala correr!
Digamos pues: -AGUA QUE NO MALGASTES, ¡RETRASO PARA EL DESASTRE!
La fuente de la calle Sant Pere, aún existe, y no hay vez que pase junto a ella que no la acaricie con la vista. Al estar cerca me susurra. ¿Cuántas veces he saciado tu sed?
Yo descarado le digo: -tu aliento huele a lejía, ya no tienes buen sabor.
Emilio Moreno
10 de enero 2014